En sus últimos
cinco años de dolor y camino de su muerte terrena, Cris me hablaba breve, pero
entregada, llena de profundidad, de calor y de vida. Yo no comprendía todo y
alejado, por el cansino declive, me dejaba ir sin conmiseración hacia la
tempestad, de la criminal desidia y pavoroso abandono. Y Cris era la flor del
campo, el pájaro del bosque. Dichosa, amorosa, siempre digna, maravillosa,
siempre positiva y comprendiendo su vida desde el lado más humano y, me
atrevería a decir, desde el lado más espiritual; viéndose que su vida humana
fenecía en el olvido de médicos, amigos, familiares y marido.
Cristina a veces
ingenua, jovial y también siempre enferma, casi diría que agonizante; no
obstante delicada, fresca, casta, sufrida, sincera y, con todo, muy feliz. Siempre
su sonrisa envuelta en amor, que me permitía permanecer a su lado ocupando la
sede más bella del mundo. Dejo un legado, dejo un hogar que es todo amor, en el
que me nutro para poder ser mejor, para poder sobrevivir y vislumbrar un mundo
más bello, más caritativo; en definitiva más lleno de paz desde la atalaya que
Cris construyó para mí.