El domingo pasado me impresionaba la segunda lectura (1Timoteo 2,1-8), y
digo me impresionaba porque nos pone ante la gran medicina, y no me refiero a
la medicina clínica, que nos procura nuestra salud humana; sino a esa medicina
que nos permite transcender más allá.
“Así, pues, quiero que los hombres
oren en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni discusiones”.
La oración como prioridad para los hombres nos convierte en vivos por
siempre y en disposición de estar esperando, de nosotros mismos, la bondad, la
generosidad y la bonhomía. Un humano es por naturaleza imperfecto: “… quien de vosotros esté sin pecado, que tire
la primera piedra” S. Juan [8,7], apegados a la oración seguro tenemos un
medio para irnos autocorrigiendo.
Orar es acercarse a nuestro Padre Dios, quién de vosotros no está deseando
acercarse a vuestro padre, pues lo mismo, al Padre de todos, orando lo
conseguiremos.
Orar es ponerse delante del bien, sentirlo e interiorizarlo, con lo que
ello conlleva de transformador.
Orar es olvidarse del mal y por tanto alejarse de nuestras debilidades y
acercarse a todo lo bueno que todos tenemos dentro.
Orar es acercarse a nuestros seres queridos, cuyo final en la tierra nos ha
dejado desamparados, orando podemos contemplarlos, amarlos y seguir
viviéndolos.
Orar nos engancha al bien, nos lleva a un mundo mejor y nos hace mejores
personas.
Orar provoca agradecer.
Orar provoca amar.
Orar me provoca Cris.